viernes, 4 de diciembre de 2015

LOS TRES ENCANTOS

LOS TRES ENCANTOS

Adaptación de una leyenda de Cabeza del Buey, también conocida como leyenda de la Fuente de La Velasca o de La reina mora.

Por María del Carmen Pizarro Prada

   
   Hubo un tiempo en el que la comarca de La Serena formó parte de Al-Andalus, el territorio de la Península Ibérica que durante siglos estuvo bajo dominación musulmana. Y fue entonces, hace ya muchos años, cuando en torno a una fuente conocida como La Velasca, sucedió una historia extraordinaria que se convirtió en leyenda en Cabeza del Buey.

   Pero todo tuvo su origen un día en el que Muhammad, un rey moro temido por los cristianos, realizó una incursión en tierras de sus enemigos, consiguiendo grandes riquezas y numerosos prisioneros a los que convirtió en sus esclavos. Entre ellos estaba una joven muy hermosa, dulce y valiente a la vez, la cual no dudó en encararse con su conquistador:

–¡Maldito seáis! –exclamó mientras se dirigía hacia Muhammad– Dios os castigará por todo el dolor que habéis causado.

–Os equivocáis –replicó sonriente el rey moro–. Alá me bendecirá y me colmará de   dones en el Paraíso, más aun que todos los que he recibido en el día de hoy.

   La bella joven calló de rabia e impotencia. No sabía qué hacer ni qué decir, pues aquel hombre era ahora su amo aunque en su corazón ella seguía sintiéndose libre. 

–¿Cuál es vuestro nombre? –preguntó Muhammad, interesado por la rebeldía de su nueva esclava.

–Soy la princesa Blanca, y mi padre os perseguirá día y noche si no me dejáis libre.

–¡Vaya! Hoy es mi día de suerte –continuó el arrogante rey–. Menudo botín me llevaré a mi tierra.

   Muhammad mandó separar a la bella Blanca del resto de los prisioneros, pensando en que la princesa cristiana sería una más de las esclavas de su harén, así se lo pensaría dos veces antes de enfrentarse a su señor. Pero noche tras noche, de camino a su reino, no podía apartarla de su mente, y cuando el padre de la joven princesa le ofreció un magnífico tesoro si liberaba a su amada hija, él lo rehusó a pesar de la insistencia de sus consejeros, tan ávidos de riquezas como temerosos de la influencia que la hermosa cristiana estaba ejerciendo sobre su señor. Pero este, aun sin quererlo, ya se había enamorado de Blanca. 

   Cuando la joven supo que nunca más volvería a ver a su amada familia derramó tantas lágrimas como flores germinan en La Alhambra, pero pensando en que sería preferible ser reina a esclava, decidió aceptar a Muhammad como su esposo y abrazar la religión de Mahoma. 
  
   El tiempo pasó y fueron bendecidos con tres niñas, cuya belleza e inteligencia era admirada por todos. Muhammad estaba orgulloso de Zaida, Zoraida y Zobeida, sus tres hijas, pero cuando estas se convirtieron en tres jovencitas, empezó a volverse desconfiado y decidió encerrarlas en una fortaleza, rodeadas de toda clase de lujos y cediendo a todos sus caprichos, todos excepto el de la libertad.

Ilustración Ángela Cabanillas López-Bermejo
   Blanca no comprendía la actitud de su esposo, pero se sentía impotente. En la intimidad seguía rezando a su Dios, y en riguroso secreto había bautizado a sus tres hijas con los nombres de Ana, María e Inés. Comprendía mejor que nadie el dolor de sus hijas, encerradas en la flor de su juventud, y por eso escribió en secreto una carta a su padre, suplicándole que hiciera por sus nietas lo que nunca pudo hacer por ella. La misiva le llegó al anciano rey de manos del más fiel de los esclavos de Blanca, quien arriesgando su vida había traspasado la peligrosa frontera. El monarca cristiano, conmovido al recibir noticias de su hija después de casi veinte años, reunió a los tres caballeros más valerosos de su reino y les dijo estas palabras:

–Recorred mi reino día y noche, sin descanso, y llegad a las tierras de Muhammad, el rey que un día me arrebató lo que más amaba en esta vida. Llegaréis a una fortaleza que se alza junto al mar, donde ese miserable ha encerrado a mis tres nietas… Si las liberáis os ofrezco su mano, y seréis desde ese mismo día mis nietos y herederos. 

Ilustración David Luque Mansilla
Ilustración Ángela Cabanillas López-Bermejo
   Los caballeros, sorprendidos por la generosa oferta de su monarca, se miraron unos a otros sin saber qué decir, pero sin duda la respuesta solo podía ser una:

–Hoy mismo partiremos, majestad, y no dudéis ni un momento en que regresaremos con vuestras nietas. 

     El rey castellano sonrió ante las palabras de Alfonso, el más joven y apuesto de aquellos tres valientes jóvenes. Pero lo cierto es que pocos en la corte llegaron a pensar que regresarían con las tres doncellas, es más, muchos creían que ya nunca volverían a verlos.
   
   Para no despertar sospechas marcharon de incógnito hacia tierras de Al-Andalus sin más compañía que la de sus caballos. Antes de partir, habían conseguido que les falsificaran un documento que presentarían al alcaide de la fortaleza, haciéndose pasar por emisarios de Muhammad. Si conseguían burlar a los musulmanes habrían vencido sin derramar una sola gota de sangre, pero si descubrían su ardid les esperaría una muerte segura. 

    Por suerte para ellos el alcaide no hizo demasiadas preguntas, por lo que las pocas palabras que uno de los caballeros, Álvaro, pronunció en árabe sirvieron, junto con el documento falsificado, para convencer al alcaide de que era el propio Muhammad el que requería la presencia inmediata de sus hijas. Alfonso, sin embargo, aguardaba oculto en las proximidades de la fortaleza, pues su cabello pajizo y sus ojos verdes, lo hubieran delatado de inmediato.

Ilustración Juan Manuel Muñoz Muñoz-Reja

   Las tres hermosas princesas acompañaron a aquellos hombres durante mucho tiempo sin percatarse de que en realidad eran sus captores, pues la incorporación de Alfonso al grupo había pasado casi desapercibida y ellos, conscientes de que las doncellas habían sido educadas en el Islam, se comportaban con discreción, sin pronunciar ni una sola palabra en castellano. Y ese fue precisamente el detalle que captó la atención de Zobeida, la más pequeña y astuta de las tres hermanas. Extrañada por la actitud de aquellos hombres, se dispuso a entablar conversación con ellos, aunque solo Álvaro contestaba a sus preguntas, algo que avivaba aún más su curiosidad. 

–¿Quiénes sois? –preguntó la bella Zobeida en un perfecto castellano.

   Sus captores se miraron entre ellos, pero no pronunciaron palabra alguna para no delatarse, pues aún se hallaban en territorio de Al-Andalus.

–Espero vuestra respuesta –prosiguió Zobeida mientras se dirigía hacia Alfonso –. Me he dado cuenta de que no habéis levantado vuestra mirada en todo el camino, ¿sois acaso un esclavo?

   Alfonso, herido en su orgullo de arrogante castellano, alzó entonces sus ojos y pudo admirar la asombrosa belleza de Zobeida. Por primera vez en su vida se había quedado sin palabras.

–No sois de los nuestros, y tampoco creo que mi padre os haya enviado. Hace tiempo que me he dado cuenta de que nos dirigimos hacia el norte. Decidme de una vez… ¿Quiénes sois?

   Sus hermanas la miraron asustadas, tal vez ellas hubieran preferido permanecer engañadas un rato más, pero ya era tarde.

–Princesa –respondió Álvaro muy cortés–. Nos disculpamos por el engaño, pero nuestras intenciones son del todo nobles. Escuchadnos…

–No queremos oír nada más –le interrumpió Zaida muy enfadada–. Nos devolveréis a la fortaleza antes de que caiga la noche. 

–La noche está ya a las puertas –replicó con seriedad Gonzalo, el más fuerte y robusto de los tres caballeros–. Pero nosotros no nos detendremos hasta llegar a nuestra tierra. Es posible que a estas alturas se hayan dado cuenta del engaño y nos estén siguiendo. 

   Álvaro, que había demostrado ser el más elocuente del grupo, se dirigió a las princesas y les explicó las verdaderas circunstancias que les guiaban. Ellos no eran sus raptores, sino sus rescatadores, aunque les costase entenderlo en aquellos momentos de confusión. 

–No os creo –dijo Zobeida, desconfiando de sus intenciones–. O mejor dicho, no sé si creeros. ¿Cómo podemos saber que realmente es nuestro abuelo, al que nunca hemos visto ni se ha interesado por nosotras, el que os ha enviado?

   Entonces Alfonso, aunque intimidado por la deslumbrante belleza de Zobeida, se dirigió hacia ella y sin pronunciar palabra alguna le mostró la carta que su madre había escrito rogando que las rescataran. Al leerla la joven derramó unas lágrimas que terminaron sellando aquella conversación. 
  
   A partir de ese momento, ninguna de las tres princesas volvió a recriminar nada a los caballeros cristianos, es más, a medida que pasaba el tiempo se sentían cada vez más atraídas por ellos, pues sus buenos modales y las atenciones con las que las colmaban, les infundían confianza. Pero nada ni nadie podía evitar que las tres princesas, tan acostumbradas a los lujos y comodidades de los que habían disfrutado toda su vida, se sintieran exhaustas por la travesía tan larga y veloz con la que huían hacia tierras cristianas. Por ello, al llegar a las proximidades del poblado de Bued, decidieron parar junto a una fuente para así beber agua y reponer fuerzas.  

   Las tres jóvenes no pudieron ni quisieron ocultar su alegría, ahora que eran libres se daban realmente cuenta de su anterior cautiverio. Sus risas inundaban aquel lugar, y los tres caballeros no podían sino admirar a su prometidas.

   Y en aquel momento, justo cuando Alfonso consiguió al fin alcanzar los labios de la hermosa Zobeida, Muhammad, acompañado de sus más valerosos guardias, irrumpió en el lugar cogiéndolos a todos por sorpresa. Alfonso, Álvaro y Gonzalo fueron apresados sin que apenas pudieran oponer resistencia, pero a las tres princesas les aguardaba un destino mucho peor. 

–¡Yo os maldigo! –exclamó su padre fuera de sí, pues el contemplar a sus hijas tan felices en compañía de sus captores, le había enfurecido sobremanera– ¡Si os volvierais encanto, si esta fuente fuera vuestra cárcel…!

  Muhammad no pudo terminar aquella maldición, pues las jóvenes desaparecieron como por encanto ante sus terribles palabras. 

Ilustración David Luque Mansilla
   Con el tiempo el poblado de Bued fue reconquistado por los cristianos y pasó a llamarse Cabeza del Buey. Y aquella fuente se convirtió en un lugar maldito que los lugareños evitaban a toda costa, pues corría el rumor de que todo aquel que iba a beber agua allí perecía, atraído por la belleza de aquellas tres jóvenes que aún permanecían cautivas, encantadas en el interior de la fuente. Solo la noche de San Juan, en torno a las doce, las tres hermosas princesas abandonaban su cautiverio, pero nunca podían escapar pues a la una, el encantamiento las volvía a atrapar de nuevo en aquel maldito lugar.

  Hay quien dice que Muhammad se arrepintió de sus palabras y lloró amargamente ante su esposa, quien lo abandonó en el mismo instante en que supo el cruel castigo al que había condenado a sus hijas. Blanca recorrió pueblos y ciudades buscando a algún mago que las liberase de aquel encantamiento, y cuentan que poco antes de morir logró que un hechicero escribiera las palabras que terminarían con aquel conjuro. 

   Siglos más tarde, un joven que guardaba un asombroso parecido con Alfonso, encontró casualmente aquel pergamino. A pesar de mostrarse algo incrédulo al principio no pudo evitar sentirse atraído por aquella historia, de manera que decidió dirigirse a Cabeza del Buey acompañado por dos amigos suyos, pues en aquel manuscrito decía que eran tres los jóvenes que debían presentarse en la fuente encantada en una noche de San Juan, entre las doce y la una, para pronunciar ante las tres jóvenes las palabras que las liberarían de su maldición. 

Ilustración Juan Manuel Muñoz Muñoz-Reja
   La noticia de la llegada de aquellos tres hombres se extendió rápido por el pueblo, y no faltaron los curiosos que los acompañaron en su empeño por liberar a esas tres princesas moras de la leyenda. Así cuando llegó el momento indicado   exclamaron estas mágicas palabras:

–¡Ana, tu madre me manda!

–¡María, tu madre me envía!

–¡Inés, salid todas tres!


   Las aguas de la fuente empezaron entonces a revolverse, y un extraño humo comenzó a brotar de ella, envolviendo todo el paraje de un halo misterioso. Ana, María e Inés, salieron en el mismo orden en el que cada joven había pronunciado su nombre cristiano. Todos estaban maravillados ante la escena que acababan de presenciar, y las tres princesas volvían a rebosar de alegría, pues reconocieron de inmediato a sus libertadores. Aunque ellos aún no comprendían muy bien qué había sucedido, se sentían muy afortunados pues algo en su interior les impulsaba hacia ellas, como si ya las conocieran. Pero de pronto las jóvenes cesaron de bailar, y sus acompañantes enmudecieron espantados, pues transcurrida una hora de su encuentro, las tres princesas moras desaparecieron como por encanto. Y esta vez fue para siempre. 

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